27 de septiembre de 2013

Dividir y discriminar

Pueden medir unos pocos metros o superar la barrera de los dos kilómetros. Para los especialistas, su instalación resulta simple y tediosa. Vigas de encastre, placas de cemento, ladrillos y la ayuda de alguna grúa. En cuanto al espesor, sólo se trata de unos pocos centímetros: los suficientes para separar lo que no quiere verse, lo que molesta. De un lado del muro, los ricos, y del otro, la pobreza, no importa quién salga perjudicado. Quienes encargan su construcción pagan la obra y evitan así lo desagradable, sucio, feo y peligroso. Los ejemplos son varios y de procedencias diferentes.


Una planta fabril que bloquea una calle de la ciudad de Buenos Aires y un barrio que se ve afectado por las lluvias, cuando las aguas no corren naturalmente por efecto del hombre. Ambos muros para un mismo fin: dividir y discriminar.

En la villa 21-24 de Barracas, una de las tantas situaciones de discriminación que sufren los vecinos tiene que ver con un paredón ilegal, que bloquea el tránsito a una barriada humilde donde viven al menos 50 mil personas. El muro es de cuatro metros y lo levantó el Grupo Clarín, ya que en una extensión de varias manzanas funcionan sus talleres y oficinas. Al apropiarse de un lugar público, ejercen una de las tantas violencias que sufren los habitantes de este barrio, explican Miguel Ferreyra y Sofía Vizcarra, vecinos de la villa y militantes del Frente Popular Darío Santillán.

El lunes 23 participaron de la protesta que organizó el Movimiento “Villas al Frente” en la Secretaría de Hábitat e Inclusión del gobierno porteño para “exigir una respuesta por las obras públicas necesarias para los barrios humildes al Gobierno de la Ciudad. Le preguntamos al ministro de Espacio Público, Diego Santilli, si alguna vez tuvo que preocuparse porque sus hijos jugaran en la plaza y al lado tuvieran una montaña de basura, que atrae ratas y enfermedades”, plantea Vizcarra. “Y encima nos ponen muros para que no podamos pasar”, cuentan en el local de su organización, en Cayasta y Luna, donde funcionan una carpintería, un comedor y un programa para que los adultos terminen el primario. Desde allí guiaron a Veintitrés largas cuadras para ver el paredón, una síntesis de tantos límites que sufren los vecinos de los barrios humildes de la ciudad gobernada por Mauricio Macri.

En el barrio tigrense de Las Tunas habitan unas 50 mil personas. Es de casas sencillas, de familias de clase baja. Muchas de ellas viven allí desde hace décadas y en el pasado pescaban en el arroyo sin más horizonte que alguna alambrada. Las Tunas acumuló agua en cada lluvia, siempre, y se escurría hacia los bañados que, con el tiempo, fueron rellenados. Pero desde que convive en una extraña geometría con tres barrios cerrados y countries, se inunda. Durante la tarde del 6 de diciembre de 2012, el agua creció hasta avanzar puertas adentro de las casas, pero fue en la catástrofe climática del 2 de abril cuando quedó sumergido: la oleada choca con los paredones, más altos que el piso de las casas, y transforma a la barriada en un enorme piletón. Félix Brítez recuerda muy bien ese día: “Perdí la camioneta con la que trabajo y el agua entró en mi casa totalmente. No voy a recuperar todo lo arruinado y no pido que me devuelvan nada, pero soy un trabajador y quiero seguir luchando, que es lo que quiere la mayoría”. Desde ese día, Brítez se organizó y hoy, junto a vecinos de otros barrios, compone la Asamblea de Vecinos Inundados.

“No queremos vivir rodeados de basurales a cielo abierto. Pedimos que se instalen cestos, que haya servicio de barrido y limpieza adecuado en todos los pasillos y no sólo de las calles pavimentadas. Las villas son parte de la ciudad y tenemos derecho al mismo servicio que en el resto de la capital”, dicen, en Barracas, Ferreyra y Sofía Vizcarra, que hacen recolección de basura en el barrio: “Vamos por todos los pasillos limpiando porque al interior de las villas no se hace recolección domiciliaria. Le hemos planteado al Gobierno de la Ciudad que se tienen que garantizar los mismos derechos que en cualquier otro barrio, pero las respuestas son siempre negativas”, comenta Vizcarra.

En Luna y Zepita hay un puesto de la Prefectura. Ahí comienza el paredón que separa a la villa de los talleres y oficinas del Grupo Clarín. Cuando ven a los hombres armados, recuerdan “lo que pasó con el chiquito que mataron, Kevin. Tanta Policía Federal y prefectos que nos mandan y no hicieron nada para evitar que mataran a un pibe de 9 años”, denuncia Ferreyra sobre el asesinato del niño, dado a conocer por La Garganta Poderosa.

La calle Luna se topa con el Riachuelo: hay que doblar a la izquierda por la desolada calle Orma y luego llegar a Agustín Magaldi, bordeando la ribera del Riachuelo, para ahí sí, llegar a la cuadra apropiada por el holding mediático, en Ascasubi al 3200. En la esquina, una garita con un guardia de seguridad privada. Ante la consulta de esta revista sobre si era posible seguir adelante, contesta con aire bondadoso: “Esta calle es pública, puede pasar”, y pregunta: “¿Para qué empresa trabajan?”.

Una vez en Ascasubi, se puede constatar que la vereda está tomada por autos estacionados. Obreros cargan un camión con grandes pilas de ejemplares de devolución del diario. Del otro lado, asoma la villa.

La presencia de los periodistas es toda una novedad en la calle Ascasubi, que funciona como estacionamiento y centro de carga y descarga. Hay miradas curiosas de trabajadores que se asoman detrás de los portones. Un guardia habla por handy y no nos pierde de vista. No es el único integrante de la empresa de seguridad privada que vigila el territorio.

Un policía de la Federal se acerca para indagar por las fotos. Y cuando se le responde que son para un medio, se justifica: “Es que está toda la cuestión de Clarín y el Gobierno”.

La explicación del Grupo Clarín es la siguiente: “Clarín nunca cortó una calle. Ya desde antes que AGEA (la sociedad dueña del diario) adquiriera los terrenos en donde hoy se encuentra su planta impresora, Ascasubi terminaba donde termina hoy. Por entonces, la delimitaba un alambrado”, se puede leer en una sección de su sitio oficial llamada “Disparates”. O sea que ellos mismos admiten que empeoraron la situación, poniendo ladrillos donde sólo había alambres. “Deberían tirar abajo este paredón que nos impide circular libremente. Muchos vecinos tenemos que alejarnos y caminar por una calle oscura y sucia porque estos señores cortaron el paso, como si fueran los dueños –se queja Vizcarra–. Impiden la entrada y salida de las camionetas de Edesur, de las ambulancias y de los bomberos: sólo quieren entrar con patrullero. El año pasado murió un chico de 2 años porque no llegaba el SAME. Es una de las tantas discriminaciones que sufrimos de parte de empresarios y de los gobiernos”, puntualiza la vecina.

El caso motivó una acción de amparo de los legisladores Aníbal Ibarra y María Elena Naddeo, junto a vecinos del barrio, contra el gobierno porteño.

En Tigre, Brítez y otros damnificados se reunieron en la sede de la organización popular Fogoneros, donde funciona el Bachillerato Popular Simón Rodríguez, lugar donde enseña Fernando Tovarez. A 200 metros se divisa el paredón del country El Encuentro, donde, como en los demás barrios privados, trabajan muchos de los inundados. Brítez viajó a La Plata en representación de los asambleístas para buscarle alguna solución al asunto. “Entregamos un petitorio al Concejo Deliberante local, un carpeta a cada bloque. Después viajamos para entrevistarnos con el director de Hidráulica provincial, el ingeniero Mario Gschaider, que me dijo que para hacer obras era necesario algún proyecto: algo lógico. No estamos en contra de nadie, sólo pedimos obras”.

Las Tunas quedó cercado por los barrios El Talar del Lago, La Comarca, El Encuentro y, cruzando la vía, por el gigantesco Nordelta. El 2 de abril, las aguas lo cubrieron en un 90 por ciento. Vecinos desesperados abrieron un boquete en un muro. El lugar es inexacto, pero el boquete existió, aseguran todos. “Hasta dicen que desde el lado de ‘adentro’ dispararon varios tiros porque temieron una invasión”, cuenta Brítez. “Ellos alteraron el cauce de los arroyos y por ahí tienen miedo de que una futura obra les haga rebalsar los lagos artificiales, pero la gente puede volver a enojarse y abrir los muros –alerta–. La asamblea de vecinos trabaja para todo el partido, prácticamente, los expedientes que abrimos son también por barrios como Ricardo Rojas y Villa Garrote”. 

–¿Qué sienten los vecinos con el murallón?

–Indignación, porque es horrible que te ignoren. Hubo gente discapacitada dentro de las casas a la que hubo que subir a los techos. Nosotros nos juntamos todos los viernes para buscar soluciones, un representante por cada barrio, y los curas de la zona nos prometieron su apoyo.

El paredón forma un extraño ángulo que se mete como una cuña en Las Tunas. Pedro y su esposa Aída aseguran que fue en esa misma esquina donde los vecinos demolieron parte del muro de La Comarca que hacía de dique. En la base existe un caño de cemento que ellos mismos instalaron para que el agua corriera hacia un arroyo quieto que se divisa enfrente. Del otro lado del arroyo, cañerías desechan aguas desde otro country. “Miren, ¿ven esa tapa de metal? Por ahí pasa un conducto de agua corriente que hicimos instalar nosotros –dice un hombre de mediana edad, plomero de profesión, que vive en una casa rodeada de plantas–. ¿Ustedes pueden creer que desde el barrio privado roban agua potable desde ese caño?”
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El sabor del desencuentro

No son delincuentes de San Isidro”. Con esta frase, el intendente Gustavo Posse justificó la construcción de un muro en abril de 2009. La muralla, que debía extenderse por 1.600 metros, tenía como fin “proteger” a los vecinos de La Horqueta y Villa Jardín, aislando el paso de los habitantes de San Fernando. Unos treinta frentistas se lo habían pedido al municipio y la colocación de pilotes se vio interrumpida tras una fuerte polémica. Los vecinos de un lado y del otro de la calle Uruguay estaban enfrentados. Después de días de escándalo mediático y repudio, el muro fue derribado.
En Quilmes, un muro de veinte metros fue el último recurso de un grupo de vecinos cansados de los robos. Hugo Salinas, ex presidente de la organización Provincia Insegura, fue el ideólogo del límite entre la calle Matienzo y las vías del ferrocarril Roca. Las marchas comenzaron en febrero de 2012 y dos meses después los vecinos de la cuadra contribuyeron cada uno con 500 pesos de sus bolsillos. “A mí me quisieron entrar dos veces. Los ladrones venían desde otras calles, agarraban la vía y por ahí se escapaban. La directora de Cercas y Aceras de la municipalidad nos aseguró que el muro no les competía, que era cosa del ferrocarril”. Lidia, una anciana de la cuadra, no tuvo tanta suerte. Vivió momentos violentos dentro de su casa, entregó todas sus pertenencias, recuerdos, y puso dinero para sentirse más tranquila.

“Le puedo asegurar que no hubo más problemas”, dice orgulloso Salinas.